jueves, 3 de diciembre de 2009

COLABORACIÓN DE LOS SEÑORES DEL JURADO

VEINTITRES

—… ¡Vos decís eso! Si supieras lo que me pasó hoy, te caes de espalda, por no decir otra cosa. Es de no creer, viejo. ¡Mozo! Pero… será posible… Es sordo o se hace… Mozo. Te decía: cuando uno anda con racha, no hay nada que hacerle. Ahí viene. ¿Qué vas a tomar, hermano? Traiga una cerveza, mozo… Ah, y también un mixto tostado. ¿En qué andaba? Sí, el asunto de la racha. Atendeme: salgo hoy de casa para el laburo y apenas abro la puerta llega el pibe del kiosco de diarios y me da la revista Veintitrés. “¿Qué me das?”, le digo. Me dice el pibe: “La revista Veintitrés. Me dijo el patrón que usted la había encargado.” Le digo: “Decile a tu patrón que yo no la pedí. Y que no ande mamado desde la mañana temprano.” Se fue. Subo al colectivo, al 523. Me dije que a lo mejor le había comentado el número de colectivo que yo tomaba siempre y el diariero entendió otra cosa. ¡Está bueno este sándwich! Servite, servite… Bueno, me bajo en la esquina del trabajo, hago unos pasos y una vieja me da un papel y me dice que si quedaba lejos un lugar que estaba escrito allí. Decía: “Independencia 1123”. Me di cuenta de que la pobre no sabía leer, así que le dije que era en la otra cuadra, casi en la esquina. Y ahí me empezó a perseguir la idea: la revista Veintitrés, el colectivo, la dirección de la señora. “Casualidades”, me dije. No quise pensar más en eso. Bastante tenía que preocuparme en ver la forma de llegar a fin de mes, y más que estábamos a 23 de abril. ¡23 de abril! ¿Qué estaba pasando? ¡Me seguía el veintitrés y yo en la lona! Pero… ¡qué se me iba a dar!, ¿me entendés? Me costó, pero mandé la idea al archivo. Bueno, entré a la oficina y… No, no, servite vos primero. Salud ¡Está buena la cervecita! Y este… ah, te decía: entré a la oficina, saludo, me siento y viene el trompa y me dice: “Osvaldo”, me dice, “contróleme cuántos lavarropas Imperial tenemos en depósito.” Miro las fichas del inventario, hice algunos cálculos y saqué el resultado: veintiuno. Me acordé del número que me acosaba y mentalmente le hice un corte de mangas. “Veintiuno, loco, veintiuno. Tomatelá”, le dije a mi aprendiz de pesadilla. Volvió el patrón: “Tenemos veintiuno, don Saúl.” Me dice: “Está bien. Porque dos que habían salido para entregar me vinieron de vuelta. Dales entrada y asentá el resultado.” De no creer, hermano. Sacá la cuenta: sí, eso mismo. Me estaba volviendo loco. ¿Te parece que se podía desoír al destino? Yo sentía que me hablaba: “¿Cómo querés que te lo diga, boló? ¿Querés que te ponga la guita en el bolsillo también?” Tenía razón esa voz interior, esa voz salvadora, la que me podía hacer llegar a fin de mes sin manguear a nadie. No lo pensé más. Cuando volví a ver a don Saúl, le pedí un adelanto. Me dio quinientos pesos mirándome a los ojos. No quise ver otra cosa que la plata. El resto del día en la oficina se me hizo interminable. Sabía lo que tenía que hacer respetando la voluntad de mis espíritus protectores, esos que me daban la fórmula para llegar desahogado hasta el cobro del mes: saldría a las seis de la tarde y a las siete ya estaría frente a una mesa de ruleta. Eso me permitiría multiplicar por treinta y tantos la media luca del adelanto. En un momento dado aflojé, y me dije que tenía que ser conservador y retener el adelanto sin arriesgar. Pero, fijate qué pasó: Me manda don Saúl a que dé una mano al salón, llenado solicitudes de crédito. El primero que viene es un tipo al que le pregunto cuál era su oficio. ¿A que no sabés qué me dijo? “Cocinero”. Date cuenta: cocinero, el veintitrés en el lenguaje de los sueños, vos lo conocés. No, no podía ser tan infeliz, tenía que meterme hasta las patas con el proyecto del casino. Al final se hizo. Salí y antes de lo pensado ya estaba frente a la rula. Había comprado fichas por quinientos. Empecé jugando un tiro a pares. Nada. Me dije que lo bueno, lo que se me había dicho en todas esas apariciones de los números repetidos, era “todo al veintitrés”. Las puse todas (¿qué menos podía hacer?) al veintitrés, el cocinero, el número salvador. Giró la bola, giró, giró. ¿Hasta cuándo iría a girar? Era interminable. ¿Para qué tanto dar vuelta si al final caería en el…? Frente a mí había una piba que estaba muy bien. Me di cuenta de que me miraba. Yo estaba seguro: un pleno me llenaría de guita. La invitaría a cenar… Hermano, ¿pedimos otra? No, por mí no, pero si querés. Bueno, entonces te sigo contando. Estaba muy bien. La chica, digo. Iríamos a comer y después se vería. Yo quería hacerme el indiferente, pero no me salía. La rueda empezó a parar, la bola se insertó en un número: el OCHO, el incendio. Y fue así: la mina me miró y me debe haber visto la cara porque largó una carcajada y se fue. ¡Un quemo, loco! Pasó por detrás de mí y se le cayó una ficha de diez. Pensé en devolvérsela, pero eso daría lugar al cruce de palabras y la aceptación de lo que se podía venir… y en mis bolsillos no encontraba nada más que pelusa. Agarré la ficha lo más disimuladamente posible. Era lo único que me ataba a este mundo, monetariamente hablando. El veintitrés me llamaba, pero me dije: “¡No!”, y me hice caso: la puse a color. Nuevamente empezó a girar la bolilla. Se detuvo, como todas las cosas (alguna vez me gustaría ver una bolilla que girara por siempre. ¿Qué haría el casino en ese caso?). Aunque no lo creas, gané. No, no te alegres tanto. ¿Sabés lo que cantó el croupier? “Veintitrés”. No conozco el arameo, pero me dieron ganas de hacer un curso para aprenderlo y poder putear a los cuatro vientos en ese idioma, sin que nadie se horrorice. El veintitrés. Con una monedita que tenía en el bolsillo me detuve en un tragamonedas, la puse en la ranura para, como dice el tango, poder ver “la vida color de rosa”. Se me dio. Salí con cincuenta pesos. Fui a casa, dejé treinta para usar en estos días, y me vine para acá. Te encontré y acá estamos. Mozo, mozo… Está sordo, está. Mozo. Ahí viene, pago y nos vamos. Espero que no me diga que son veintitrés pesos porque lo fajo, te juro.-

EDUARDO BORAWSKI CHANES

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