jueves, 3 de diciembre de 2009

COLABORACION DE LOS SEÑORES DEL JURADO

CAMINO


Era un lugar donde no había objetos de la civilización o la naturaleza, donde la luz caía impalpable como una lluvia de ceniza, donde el silencio era como un hueco cavado en el espacio, donde no se veían sombras ni soplaban brisas ni se distinguían colores. Sólo una claridad finamente granulosa flotaba en derredor suyo.
Alguien, desprovisto de ropaje y de desnudez, apareció sin que supiese de dónde. Tuvo la sensación que se trataba de un ser sin contornos, que simplemente estaba. Pensó que era fuerte. Tal vez inducido por su voz, que no oía pero que advertía como una sospecha, dedujo que se trataba de un hombre. Y acertó. Iba en busca de la salida que lo condujese a las antiguas batallas, dijo. La expresión de extrañeza que se apoderó de su rostro fue tan elocuente, que el otro la advirtió de inmediato, o tal vez sólo la intuyera, y empezó a proclamar en tono hierático y exaltados ademanes:
––Aquellas eran épocas de esplendor. Cuando uno envejece, entra en un mundo anodino, alejado de la excitación. Extraño las heroicas campañas, las victorias, el caminar sobre los despojos del vencido, las medallas.
––¿Usted nunca fue derrotado? —le preguntó sin salir de su asombro.
––Proyectando la acción en el tiempo la derrota no existe —respondió en tono profético. —Si no se ceja en el esfuerzo, si se pone determinación, en algún momento se alcanzará la victoria. No importa la duración del esfuerzo, el costo, el sufrimiento, la sangre. Lo único importante es vencer. Después del triunfo llega el éxtasis de la gloria y la embriaguez del poder. Tras la destrucción viene la reconstrucción y luego nuevas luchas. Eso es lo que añoro, el estado de lucha constante.
Y agitando los brazos, dominado por una recóndita exaltación, se fue diluyendo en la opacidad lechosa.
Arrepentido de no haberle preguntado dónde estaba, se dispuso a esperar que alguien más se presentase, pero nadie se acercó. Entonces decidió continuar marchado, pero en la dirección contraria. Al hacerlo notó que avanzaba con una lentitud desazonante, como si una fuerza frenara sus movimientos. Debatíase en esa fatigosa impotencia cuando vio una mujer que, untada de desdicha, se acercaba corriendo en sentido opuesto al suyo. Aunque pensándolo mejor, puede que no la haya visto, quizás haya sido esa forma distinta de percepción.
––Deténgase, por favor —le pidió, y con el temor que pasase de largo, le cortó el paso.
Observó que tenía los ojos enrojecidos, como de desvelo, y que su mirada navegaba por la claridad espesa sin fijarse en ningún punto. Algo le dijo que era miedo lo que traía. Esta vez lo primero que preguntó fue si sabía dónde estaban.
––Este es el camino al pasado —respondió tratando de eludirlo.
––Qué es lo que quiere encontrar allí —insistió, tomándola por un brazo.
––Escapo a las controversias –dijo atribulada, —busco el ruta hacia la concordia. Vivía en paz hasta que crecí. Desde entonces sueño con ella.
––Siempre hay algo por qué pelear —le dijo, tratando de conformarla.
––No soy de pelea, las derrotas me han ido minando —gritó con el secreto dolor de las diásporas, y librándose de su mano, comenzó otra vez a correr.
Ahora sabía que estaba en el camino que conducía el pasado, por lo tanto debería proseguir en dirección contraria a la del hombre y la mujer, aunque la misteriosa fuerza no aflojaba en su intento de detenerlo. Se entretuvo un tiempo recuperando el aliento y recapacitando en lo difícil que resultaba avanzar y en lo
fácil que era retroceder. También pensó en las añoranzas, tan distintas entre ellas, y en que ambos tenían la pretensión de alcanzarlas por el mismo rumbo.
Con un enorme esfuerzo iba progresando despacio, como un escarabajo, cuando divisó a una jovencita que se aproximaba con su pequeño hijo en brazos. A diferencia de los otros dos, a ella la pudo ver con claridad. Frisaría los quince años. Sus piernas eran muy delgadas, tan finitas que daba lástima, toda ella era escuálida, arrastraba una flacura gótica, el cuerpo se le escurría bajo el vestido. Los ojos parecían dos bocas negras como cuevas.
––A dónde vas —le preguntó.
––Busco la certidumbre. Todos nos abandonaron. ¿Sabe usted lo que significa eso? Es regresar por las noches y encontrarse sola, con el niño. Sola, sin nadie que me espere, que me hable, que me ría, sin nadie con quien llorar. Y cuando aclara, sigo sola, sin nadie a quien despedir. Esa soledad es como un agujero por donde se me escapa la vida.
––Eres muy joven ¿acaso has perdido todas las ilusiones, no le infundirás esperanza a tu niño?
––El futuro agrava las cosas, así fue para mí, así será para él, no tiene por qué ser diferente, el futuro siempre es peor —dijo, con la furia y el desamparo de la adolescencia.
––No pienses así, no todo se envilece con el tiempo, yo voy en busca del futuro con la fe de los desesperados, anímate, sígueme.
––Eso es una locura, usted es un desquiciado —iba diciendo, mientras se alejaba con el niño en brazos hasta perderse.
El incurable juntó fuerzas y siguió como pudo.

ALEJANDRO RAMÓN

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